Óscar Wilde se convirtió en la última musa de Carlota Barrera. La diseñadora creó toda una historia en torno al autor, que se desarrollaba no solo a través de las prendas, sino también en un diario de viaje que acompañaba la colección. En su centro había un protagonista al estilo Dorian Gray que nos llevaba por un viaje vívido: de noche, salía con una camisa impecablemente planchada y un esmoquin perfectamente cortado, su elegancia prístina desvaneciéndose lentamente con el paso de las horas, con las mangas remangadas y los cuellos desabrochados.

"Se trata del viaje de las prendas, cómo cambian junto a él durante la noche", explicó Barrera. Entretejida en esta transformación había una reflexión sobre la masculinidad, la feminidad y el imparable fluir del tiempo.

En esencia, las piezas mostraban cómo la ropa evoluciona con nosotros. "Quiero crear colecciones con vida propia, porque la vida se revela en los detalles más pequeños", dijo Barrera. Es una idea que la marca ha explorado a lo largo de varias temporadas. A primera vista, las prendas podrían parecer rotas o desgastadas, pero una mirada más cercana revela una precisión meticulosa en su confección. "Ese es el lado lúdico y punk", añadió. "Puede parecer que todo está destrozado, pero cada detalle es intencional".

La dualidad es central en la visión de Barrera: un equilibrio entre conocer las reglas de la sastrería y saber cuándo romperlas. "Hay una frase que resume la colección", señaló. "'Antes del comienzo de la gran brillantez, debe haber caos'". Y fiel a eso, nada era exactamente lo que parecía: cuellos dobles inesperados, fajas que se convertían en cinturones, gemelos con motivos de ballena, camisas a punto de deslizarse y chaquetas usadas al revés para mostrar sus forros. Era una colección donde las prendas se entrelazaban, cada una con un giro sutil y rebelde.